29.10.16

Chantal Maillard - poesia & prosa





En los últimos días de su vida, en el hospital, mi madre mantuvo las manos fuertemente cerradas, apresando en ellas trocitos de los pañuelos de celulosa con los que se limpiaba los labios del líquido verde que vomitaba constantemente. Había entrado en coma cuando, con dificultad, abrí su mano izquierda, quité los trocitos de papel e introduje mis dedos en su lugar. La mano volvió a cerrarse, ahora so- bre mis dedos. Los suyos estaban gélidos. Cuando el corazón golpeó por última vez, todo su cuerpo se tensó y sus dedos se aferraron a los míos con tal fuerza que el frío se me coló por dentro.

La radio, sobre la mesilla de noche, estaba encendida y retransmitía el concierto para arpa y oboe de Mozart.  Cuando muera, me gustaría escuchar este concierto  me había dicho ella, años atrás, mientras lo escuchábamos. Subí el volumen todo lo que el aparato permitía.

Juro que es cierto que lloró después de muerta. Habían pasado quince o veinte minutos después del paro cardíaco. Juro que las lágrimas rodaron por sus mejillas.


(em La mujer de pie)





Espejos

Duelen tantas cosas,
¡tantas!
Aquellas, por ejemplo, embadurnadas de azafrán,
que aprisionan espejos hastiados
de contornos y angustiosa ambigüedad.

Mirad cómo en ellos se alarga
el intangible volumen de la inexistencia,
mirad cómo se encogen los ecos
y se abalanzan, formando punteados
y guturales reflejos de la imagen;

mirad cómo el castigo
no se refleja, no se exhibe,
pero muerde, apuñala
y se derrama en jirones de vida
siguiendo el hilo de las canas
y los silencios arrugados
en los muslos de los viejos.

Mirad de qué extraños colores
se disfrazan los cristales
al repartirse los despojos
de un mundo soñado.

Ah, quién pudiera contemplarse
en espejos desiertos
y ser tan sólo aquello
que sueñan las ondas
cuando atraviesan, rozan, hexagonean...
y se dispersan.






Conjuro para decir mentiras y construir verdades


Cuando cumplí seis años, a cambio de su amor,
mi madre me arrancó la terrible promesa
de no mentir jamás.
Así, igual que un soberano controla al pueblo al que gobierna,
ella me dio la libertad que al necio se le otorga:
actuarás dentro del margen que yo-mis leyes establecen.
No había escapatoria: su ministro de asuntos interiores
tenía su despacho montado en mi conciencia.
Yo la echaba de menos, por eso no traicioné su confianza;
fui fiel a mi promesa.
Pero también, y con el tiempo, quise ser fiel a mis instintos
y extensiva se hizo la verdad al deseo que impulsaba mis actos.
Creo que confundí el orden imperioso del deseo
con el orden común de los Estados,
pues provoqué una guerra.
Después del gran naufragio, ella me preguntó:
¿no podías acaso haber mentido?
En ese instante, entonces, usurpé la corona.


Ser libre no es un don, es una reconquista,
y a menudo es preciso callar y conducir
las palabras al cauce más amable;
es preciso callar para construir
aquella historia que habrá de guardarse
como un largo secreto del que nadie es testigo. Ser libre
es cuidar de un misterio
sobre el que el alma se moldea.
Hay seres que comprenden temprano este principio;
me produce ternura descubrir sus engaños
y comprobar la paz que de ellos resulta;
admiro las mentiras bien trabadas,
la coherencia del engarce, el arte dirigido
hacia un fin; me conmueve
la soledad de aquel que las inventa
y consiente al imperio de su lógica.
El que miente edifica el mundo que conviene
para salvaguardar la ficción de los otros, la legítima
ficción que necesitan contra
la angustia de sentirse
tan solos
sin leyes, sin verdades,
sin ese amor que creen recibir
a cambio de su alma.

Aprendo del que calla, del que miente y engaña 
el fuego soterrado que aún gime en mi pecho, 
aprendo a dirigir su lava en mis infiernos 
para el mejor gobierno de los mundos. 
Desde ahora mi mano es la que guía 
el fiel de la balanza: la verdad y su opuesto 
son las onzas que pongo en los platillos 
según el juego lo requiera.






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