20.5.15

6 poemas de Silvina Ocampo




Envejecer

Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;

es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.


Diálogo

Te hablaba del jarrón azul de loza,
de un libro que me habían regalado,
de las Islas Niponas, de un ahorcado,
te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.

Me hablabas de los pampas grass con plumas,
de un pueblo donde no quedaba gente,
de las vías cruzadas por un puente,
de la crueldad de los que matan pumas.

Te hablaba de una larga cabalgata,
de los baños de mar, de las alturas,
de alguna flor, de algunas escrituras,
de un ojo en un exvoto de hojalata.

Me hablabas de una fábrica de espejos,
de las calles más íntimas de Almagro,
de muertes, de la muerte de Meleagro.
No sé por qué nos íbamos tan lejos.

Temíamos caer violentamente
en el silencio como en un abismo
y nos mirábamos con laconismo
como armados guerreros frente a frente.

Y mientras proseguían los catálogos
de largas, toscas enumeraciones,
hablábamos con muchas perfecciones
no sé en qué aviesos, simultáneos diálogos.



En tu jardín secreto hay mercenarias...

En tu jardín secreto hay mercenarias
dulzuras, ávidas proclamaciones,
crueldades con sutiles corazones,
hay ladrones, sirenas legendarias.

Hay bondades en tu aire, solitarias
multiplican arcanas perfecciones.
Se ahondan en angostos callejones,
tus árboles con ramas arbitrarias.

Alguna vez oí el chirrido frío
de un portón que al cerrarse me dejaba
prisionera, perdida, siempre esclava

de tu felicidad que junto a un río
bajaba entre las frondas a un abismo
de intermitente luz, con tu exorcismo.



La visión

Caminábamos lejos de la noche,
citando versos al azar,
no muy lejos del mar.
Cruzábamos de vez en cuando un coche.

Había un eucalipto, un pino oscuro
y las huellas de un carro
donde el cemento se volvía barro.
Cruzábamos de vez en cuando un muro.

Íbamos a ninguna parte, es cierto,
y estábamos perdidos: no importaba.
La calle nos llevaba
junto a un caballo negro casi muerto.

Era de noche -esto será mentira.
Tal vez, pero en mis versos es verdad-.
Una arcana deidad
casi siempre nocturna que nos mira

vio que nos deteníamos y el día
suspendió sus fanáticos honores,
clausuró sus colores
pues también el caballo nos veía.

No digas que no es cierto: nos miraba.
Con la atónita piedra de sus ojos,
bajo los astros rojos,
nos vio como los dioses que esperaba.



Quisiera ser tu predilecta almohada...

Quisiera ser tu predilecta almohada
donde de noche apoyas tus orejas
para ser tu secreto y ser las rejas
de tu sueño: dormida o desvelada

ser tu puerta, tu luz cuando te alejas,
alguien que no trató de ser amada.
Huir de la ansiedad que está en mis quejas,
poder a veces ser lo que soy, nada,

no tener nunca miedo de perderte
con variación y honda infidelidad,
jamás llegar por nada a concederte

la tediosa y vulgar fidelidad
de los abandonados que prefieren
morir por no sufrir, y que no mueren.



Canto


¡Ah, nada, nada es mío!
Ni el tono de mi voz, ni mis ausentes manos,
ni mis brazos lejanos.
Todo lo he recibido. Ah, nada, nada es mío.
Soy como los reflejos de un lago tenebroso
o el eco de las voces en el fondo de un pozo
azul cuando ha llovido.
Todo lo he recibido:
como el agua o el cristal
que se transforma en cualquier cosa,
en humo, en espiral,
en edificio, en pez, en piedra, en rosa.
Son distinta de mí, tan diferente,
como algunas personas cuando están entre gente.
Soy todos los lugares que en mi vida he amado.
Soy la mujer que más he detestado
y ese perfume que me hirió una noche
con los decretos de un destino incierto.
Soy las sombras que entraban en un coche,
la luminosidad de un puerto,
los secretos abrazos, ocultos en los ojos.
Soy de los celos, el cuchillo,
y los dolores con heridas, rojos.
De las miradas ávidas y largas soy el brillo.
Soy la voz que escuché detrás de las persianas,
la luz, el aire sobre las lambercianas.
Soy todas las palabras que adoré
en los labios y libros que admiré.
Soy el lebrel que huyó en la lejanía,
la rama solitaria entre las ramas.
Soy la felicidad de un día,
el rumor de las llamas.

Soy la pobreza de los pies desnudos,
con niños que se alejan, mudos.
Soy lo que no me han dicho y he sabido.
¡Ah, quise yo que todo fuera mío!
Soy todo lo que ya he perdido.
Mas todo es inasible como el viento y el río,
como las flores de oro en los veranos
que mueren en las manos.
Soy todo, pero nada es mío,
ni el dolor, ni la dicha, ni el espanto,
ni las palabras de mi canto.